Ioannes Paulus PP. II
Evangelium vitae
a los Obispos
a los Sacerdotes y Diaconos
a los Religiosos y Religiosas
a los Fieles laicos
y a todas las Personas de Buena Voluntad
sobre el Valor y el Caracter Inviolable
de la Vida Humana
1995.03.25
INTRODUCCION
1. El Evangelio de la vida
está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la
Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los
hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación,
el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una
gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la
ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor » (Lc
2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta « gran
alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de
todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento
y realización de la alegría por cada niño que nace (cf.
Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central
de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia » (Jn 10,
10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la
comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el
Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida
» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la
vida del hombre.
Valor
incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a
una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia
terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo
sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la
grandeza y el
valor de la vida humana incluso en
su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica,
momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida
humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la
promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena
realización en la eternidad (cf. 1 Jn
3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente
el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En
verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es
realidad sagrada, que se nos
confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos
a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los
hermanos.
La Iglesia sabe que este
Evangelio de la vida, recibido de su Señor,
1
tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e
incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se
ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la
verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la
razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en
la ley natural escrita en su corazón (cf.
Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio
hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado
totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se
fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo deben,
de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la
maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios,
con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2
En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo
el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único »
(Jn 3, 16), sino también el
valor incomparable de cada persona
humana.
La Iglesia, escrutando
asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este
valor
3
y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este «
evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para
cada época de la historia. El
Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la
persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre
viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.
4
Nuevas
amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente
en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf.
Jn 1, 14), es confiada a la
solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la
vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al
núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete
en su misión de anunciar el Evangelio
de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es
particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización
de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente
cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del
hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden
otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II,
en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos
delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia,
haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con
idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza
de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: « Todo lo
que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo
que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las
torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica;
todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas
de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud,
la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador
».5
4. Por desgracia, este
alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las
nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen
nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se
va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a
los atentados contra la vida un
aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores
y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican
algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad
individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino
incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con
absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras
sanitarias.
En la actualidad, todo esto
provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones
entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos países,
alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus
Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena
legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un
síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral.
Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por
el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La
misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de
la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar
estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a
sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto
cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y
familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una
atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y de
las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias,
en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.
El resultado al que se llega
es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de
tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e
inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por
condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción
entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida
humana.
En comunión
con todos los Obispos del mundo
5. El
Consistorio extraordinario de
Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al
problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un
amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a
toda la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los
Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del
Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con
relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición,
escribí en Pentecostés de 1991 una
carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu
de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un
documento al respecto.
6
Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron,
enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos
testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión
doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el
Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos
días de la celebración del centenario de la Encíclica
Rerum novarum, llamaba la atención
de todos sobre esta singular analogía: « Así como hace un siglo la clase
obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su
defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la
persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está
oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de
dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor
evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados,
despreciados y oprimidos en sus derechos humanos ».
7
Hoy una gran multitud de
seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún
no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la
Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces
existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales
del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del
mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como
elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto
de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser
pues una confirmación precisa y firme
del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo
tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios:
¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo
siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera,
paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a
todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de
buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el
destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con
cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad
sincera hacia todos, quiero meditar de
nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que
ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente
inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos
que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica
experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente
la Carta dirigida por mí « a cada
familia de
cualquier región de la tierra
»,8
miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que
resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la
familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas dificultades y de
graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como «
santuario de la vida ».9
A todos los miembros de la
Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante
invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos
signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la
solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la
edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.
CAPITULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MI DESDE EL SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
« Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató »
(Gn
4, 8): raíz de la violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo
la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó
para que subsistiera... Porque Dios
creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma
naturaleza; mas por envidia del diablo
entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb
1, 13-14; 2, 23-24).
El
Evangelio de la vida, proclamado
al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de
vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está
como en contradicción con la experiencia lacerante de la
muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la
existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf.
Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de
los primeros padres (cf. Gn 2, 17;
3, 17-19). Y entra de un modo violento,
a través de la muerte de Abel causada
por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra
su hermano Abel y lo mató » (Gn 4,
8).
Esta primera muerte es
presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro
del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con
degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página
bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se
presenta muy rica de enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó
algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo.
También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la
grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no
miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran
manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "?Por qué andas irritado,
y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás
alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como
fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y
cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín: "?Dónde está tu hermano
Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó
el Señor: "?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde
el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca
para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no
te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra".
Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es
demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y
he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la
tierra, y cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera
que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín
para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del
Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn
4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran
manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y
su oblación » (Gn 4, 4). El texto
bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al
de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación
de Abel, no interrumpió su diálogo con
Caín. Le reprende recordándole su
libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal.
Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que,
como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando
lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo
debe dominar: « Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn
4, 7).
Los celos y la ira prevalecen
sobre la advertencia del Señor, y así Caín se
lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el
Catecismo de la Iglesia Católica,
« la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín,
revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre
de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se
convirtió en el enemigo de sus semejantes ».
10
El hermano mata a su hermano.
Como en el primer fratricidio, en cada homicidio
se viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres en una única
gran familia
11
donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad
personal. Además, no pocas veces se viola también el
parentesco « de carne y sangre »,
por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre
padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar
o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.
En la raíz de cada violencia
contra el prójimo se cede a la lógica
del maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el principio »
(Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el
mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No
como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la
historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez
impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal
se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.
Después del delito,
Dios interviene para vengar al
asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de
Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con
arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn
4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha
sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más
diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra
la persona. « ¿Soy yo acaso el guarda
de mi hermano? »: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir
aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás.
Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de
responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre
otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es
decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con
frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están
en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.
9.
Dios no puede dejar impune el delito:
desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama
justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21;
Ez 24, 7-8). De este texto la
Iglesia ha sacado la denominación de « pecados que claman venganza ante la
presencia de Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio
voluntario.
12
Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la
sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt
12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por
eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra
Dios mismo.
Caín es
maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf.
Gn 4, 11-12). Y
es castigado: tendrá que habitar
en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el
ambiente de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn
2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de
amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn
4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios. Caín será
« vagabundo errante por la tierra » (Gn
4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre
misericordioso incluso cuando castiga,
« puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn
4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como
objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo
y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de
Abel. Ni siquiera el homicida pierde
su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí
donde se manifiesta el misterio
paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san
Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande
de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió
desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera
golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al
castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían
inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su
presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una
habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana
benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al
homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no
su muerte ».13
« ¿Qué has hecho? »
(Gn 4,
10): eclipse del valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: « ¿Qué
has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la sangre
derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación,
adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor « ¿Qué
has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre
contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los
atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad;
para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione
con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos
atentados para la vida de las personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de
la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la
negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas. Otras,
sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses
contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con
homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
?Cómo no pensar también en la
violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños,
forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua
distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en
la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio
escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados
que ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el
temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión
de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que,
además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves
riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de
amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o
encubiertas, en nuestro tiempo!
11. Pero nuestra atención
quiere concentrarse, en particular, en
otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que
presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad
singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia
colectiva, el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el de «
derecho », hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio
reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución
mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios.
Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad,
cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho
de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la
familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario
de la vida ».
?Cómo se ha podido llegar a
una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores.
En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo
en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más
difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A
esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales,
agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas,
los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus
problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o
exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el
límite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas
contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la
vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos
en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse
», aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e
intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular
algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo
sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a
la existencia de una persona humana concreta.
12. En efecto, si muchos y
graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto
modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las
personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente
a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y
auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura
contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera
« cultura de muerte ». Esta estructura está activamente promovida por
fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una
concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde
este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría
más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso
insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su
enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia
pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados,
tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien
eliminar. Se desencadena así una especie de
« conjura contra la vida », que
afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales,
familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar,
a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.
13. Para facilitar la
difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas
destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la
muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del
médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada
casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces
contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda
forma de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que
la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz
contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de
hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de
la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz.
En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para
evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a
la « mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de
la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto
conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante
la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura
abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que
rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que
anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son
males específicamente distintos:
la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia
del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la
anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se
opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino «
no matarás ».
A pesar de su diversa
naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como
frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se
llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples
dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo
por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas
prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable
respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve
en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así,
la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a
evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha
conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción
y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante
también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y «
vacunas » que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos,
actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de
la vida del nuevo ser humano.
14. También las distintas
técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al
servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención,
en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de
que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la
procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal,
14
estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto
a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al
riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con
frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en
el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son
posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el
pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida
humana a simple « material biológico » del que se puede disponer libremente.
Los
diagnósticos prenatales, que no
presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales
cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son
ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya
legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad
—equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica
»— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la
limitación, la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica,
se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la
alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades.
Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las
propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del
derecho al aborto, incluso el
infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía
superada para siempre.
15. Amenazas no menos graves
afectan también a los enfermos
incurables y a los terminales,
en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y
soportar el sufrimiento, agudiza la
tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz,
anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen
con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en este
terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de
angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una
experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para
el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo
que, por una parte, el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de
la asistencia médica y social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la
propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el
enfermo, puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada
piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el
sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por
excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente
cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente
el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del
horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud
prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la
muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y
aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de
sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la
difusión de la eutanasia,
encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada.
Esta, más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es
justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos
innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la
eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves,
de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y
de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más
engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían
producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos
para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los
criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.
16. Otro
fenómeno actual, en el que
confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el
demográfico. Este presenta
modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos
y desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los
nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una
elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un
contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave
subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel
internacional, medidas globales —serias políticas familiares y sociales,
programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los
recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la
esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que
contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede
ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados
contra la vida en las situaciones de « explosión demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo
como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los
sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los
recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf.
Ex 1, 7-22). Del mismo modo se
comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como
una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más
prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la
tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y
resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de
las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren
promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los
nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se
condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos
ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los
diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino
también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso
apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente
reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal
sanitario.
Como afirmé con fuerza en
Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con el
tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren
dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior,
de las fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los
"Abeles"; no, se trata de amenazas
programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será
considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie
interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas
inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor
éxito posible ».15
Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez
aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en
realidad ante una objetiva « conjura
contra la vida », que ve implicadas incluso a Instituciones
internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de
difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no
se puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia
cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que
presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la
misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras
muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones
incondicionales a favor de la vida.
« ¿Soy acaso yo el guarda de mi hermano? »
(Gn
4, 9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe
considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo
caracterizan, sino también a lasmúltiples
causas que lo determinan. La pregunta del Señor: « ¿Qué has hecho? » (Gn
4, 10) parece como una invitación a Caín para ir más allá de la
materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las
motivaciones que estaban en su
origen y en las consecuencias que
se derivan.
Las opciones contra la vida
proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo
sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y
angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso
notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de
quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy
el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas
situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y
político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la
tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la
vida como legítimas expresiones de la
libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos
y propios derechos.
De este modo se produce un
cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después
de descubrir la idea de los « derechos humanos » —como derechos inherentes a
cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados—
incurre hoy en una sorprendente
contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente
los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de
la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado,
en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el
nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias
declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples
iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una
sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser
humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión,
opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas
nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica
negación. Esta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente
por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de
los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de
orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios
con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados
contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo
del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos
atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la
vida, y representan una amenaza
frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza
capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia
democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de «
con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y
eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no
pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los
pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas
reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países
ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo
condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo
al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos,
adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y
condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen
situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la
vida humana de poblaciones enteras?
19. ¿Dónde están
las raíces de una contradicción tan
sorprendente?
Podemos encontrarlas en
valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella
mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad,
sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al
menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de
los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la
exaltación del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los
derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho
que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser
sometido al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que
tiende a identificar la dignidad
personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo
caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio
en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto
constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras
personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse
mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por
tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones
interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo
contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho,
como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la «
fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de la
contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su
trágica negación en la práctica, está en un
concepto de libertad que exalta de
modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena
acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de
la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida
de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de
muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy
individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra
los débiles destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido
se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde
está tu hermano Abel? »: « No sé. ¿Soy
yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn
4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía
el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a
cada hombre la libertad, que posee una
esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al
servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la
acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave
individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su
misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más
profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se
dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su
vínculo constitutivo con la verdad.
Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y
autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y
común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir
como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la
verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o,
incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la
libertad, la convivencia social se
deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en
términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del
otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad
se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero
sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de
los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a
los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma
de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de
libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y
a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas
movedizas de un relativismo absoluto. Entonces
todo es pactable, todo es negociable:
incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede
también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho
originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la
base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea
mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que
predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya
fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que
queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a
pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El
Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir según los
principios de igualdad fundamental, y se transforma en
Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más
débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en
nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el
interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la
legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia
son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad
estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal
democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad
de toda persona humana, es traicionado
en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de
toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En
nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones
entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras
a otras se niega esta dignidad? ».16
Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos
que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la
disgregación de la misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al
aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa
atribuir a la libertad humana un
significado perverso e inicuo: el de un
poder absoluto sobre los demás y
contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En
verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn
8, 34).
« He de esconderme de tu presencia »
(Gn 4, 14): eclipse del sentido
de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las
raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y la «
cultura de la muerte », no basta detenerse en la idea perversa de libertad
anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por
el hombre contemporáneo: el eclipse
del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y
cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no
deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien
se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de
un terrible círculo vicioso: perdiendo
el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de
su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley
moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su
dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de
percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos
inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano.
Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al Señor: « Mi
culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este
suelo y he de esconderme de tu
presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera
que me encuentre me matará » (Gn 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado
por el Señor y que su destino inevitable será tener que « esconderse de su
presencia ». Si Caín confiesa que su culpa es « demasiado grande », es
porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo
delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su
gravedad. Esta es la experiencia de David, que después de « haber pecado
contra el Señor », reprendido por el profeta Natán (cf.
2 Sam 11-12), exclama: « Mi delito
yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo
he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal
51 50, 5-6).
22. Por esto, cuando se
pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y
contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La
criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la
propia criatura queda oscurecida ».17
El hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente otro » respecto a
las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres
vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de
perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su
materialidad, se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe el
carácter trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya la vida
como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada » confiada a su
responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su « veneración ». La
vida llega a ser simplemente « una cosa », que el hombre reivindica como su
propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y
la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el
sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad
estos momentos cruciales de su propio « existir ». Se preocupa sólo del «
hacer » y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por
programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de
experiencias originarias que requieren ser « vividas », pasan a ser cosas
que simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez
excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las
cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es «
mater », quede reducida a « material » disponible a todas las
manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad
técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea
misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de
Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la
angustia por los resultados de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a
la postura opuesta de una « ley sin libertad », como sucede, por ejemplo, en
ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la
naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya, que una vez más
desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como
si Dios no existiera », el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino
también el del mundo y el de su propio ser.
23. El eclipse del sentido de
Dios y del hombre conduce inevitablemente al
materialismo práctico, en el que
proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta
también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: « Como no
tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó
a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm
1, 28). Así, los valores del ser
son sustituidos por los del tener.
El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material.
La llamada « calidad de vida » se interpreta principal o exclusivamente como
eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida
física, olvidando las dimensiones más profundas —relacionales, espirituales
y religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el
sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque
también factor de posible crecimiento personal, es « censurado », rechazado
como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de
cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un
bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha
perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar
el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo horizonte
cultural, el cuerpo ya no se
considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las
relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura
materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías
que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por
consiguiente, también la sexualidad
se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del
amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la
riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de
afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e
instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la
sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a
la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De
este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del
hombre y de la mujer. La procreación
se convierte entonces en el « enemigo » a evitar en la práctica de la
sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o
incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no, en
cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a
la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva
materialista expuesta hasta aquí, las
relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los
primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el
enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad
personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el
criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al
otro no por lo que « es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la
supremacía del más fuerte sobre el más débil.
24.
En lo íntimo de la conciencia moral
se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus
múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre
todo, la conciencia de cada persona,
que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios.
18
Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral »
de la sociedad. Esta es de algún
modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos
contrarios a la vida, sino también porque alimenta la « cultura de la muerte
», llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de
pecado » contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social,
está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de
comunicación social, a un peligro
gravísimo y mortal, el de la
confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho
fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual
se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada «
de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia » (1, 18): habiendo
renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad
de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de modo que « su insensato
corazón se entenebreció » (1, 21); « jactándose de sabios se volvieron
estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y « no
solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen » (1, 32).
Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf.
Mt 6, 22-23), llama « al mal bien
y al bien mal » (Is 5, 20), camina
ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera
moral.
Sin embargo, todos los
condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la
voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo
santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida
y de servicio a la vida humana.
« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión »
(cf.
Hb 12, 22.24):
signos de esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu
hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn
4, 10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que
clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre
asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma
absolutamente única, clama a Dios la
sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética,
como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio,
os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador
de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla
mejor que la de Abel » (12, 22.24).
Es
la sangre de la aspersión. De ella
había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la
Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su
vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf.
Ex 24, 8;
Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya
es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del
mediador de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los
pecados » (Mt 26, 28). Esta
sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf.
Jn 19, 34), « habla mejor que la de Abel »; en efecto, expresa y
exige una « justicia » más profunda, pero sobre todo implora misericordia,
19
se hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf.
Hb 7, 25), es fuente de redención
perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras
revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el
hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos
lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido rescatados de la
conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata,
sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla,
Cristo » (1 Pe 1, 18-19).
Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega
de amor (cf. Jn 13, 1), el
creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo
hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener
el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor"
(Himno Exsultet de la Vigilia
pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera
sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn
3, 16)! ».20
Además, la sangre de Cristo
manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en
el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de
vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva
de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida
para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y
permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56)
queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida,
para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre
(cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo
donde todos los hombres encuentran la
fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente
el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la
absoluta certeza de que según el designio divino la vida vencerá. « No
habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la
Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y
san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y
anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se cumplirá la
palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1
Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan
signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a
pesar de estar fuertemente marcadas por la « cultura de la muerte ». Se
daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril
desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se
presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos
signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser
reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en
los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y
apoyo a las personas más débiles e indefensas han surgido y continúan
surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local,
nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y
organizaciones diversas!
Son todavía muchos los
esposos que, con generosa
responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más excelente del
matrimonio ».21
No faltan familias que, además de
su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y
jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos
centros de ayuda a la vida, o
instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos que, con
admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a
madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se
difunden grupos de voluntarios
dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en
condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente
educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar
el sentido de la vida.
La
medicina, impulsada con gran
dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por
encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran
del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se
obtienen hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los
enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se
movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por la miseria y
las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más avanzada. Así,
asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven oportunamente
para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades naturales,
epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en la
distribución de los recursos médicos está aún lejos de su plena realización,
¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente
solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral
y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones
que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de
legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo
movimientos e iniciativas de
sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su
auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la
violencia, estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida
y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más
decisivo por su defensa.
?Cómo no recordar, además,
todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado
desinteresado que un número incalculable de personas realiza con amor en
las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros
centros o comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar
por el ejemplo de Jesús « buen samaritano » (cf.
Lc 10, 29-37) y sostenida por su
fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus
hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y
siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios
ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos
construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la
cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado
más auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan
escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve en lo secreto
» (Mt 6, 4), no sólo sabrá
recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos
duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza
se da también el incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de
una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como
instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada
cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos », para
frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la
aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de
muerte, incluso como instrumento de « legítima defensa » social, al
considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para
reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha
cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar
positivamente una mayor atención a la
calidad de vida y a la ecología,
que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las
que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de
la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las
condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una
reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más
extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y no
creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas
éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces y
sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un
enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la «
cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante
», sino necesariamente « en medio » de este conflicto: todos nos vemos
implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de
elegir incondicionalmente en favor de
la vida.
También para nosotros resuena
clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira, yo pongo hoy ante ti vida y
felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición
o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt
30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados
cada día a tener que decidir entre la « cultura de la vida » y la « cultura
de la muerte ». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque
nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la
propia existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y
coherencia con la Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que
ames al Señor tu Dios, que
sigas sus caminos y
guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para
que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz,
viviendo unido a él; pues en eso está
tu vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en
favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral cuando
nace, viene plasmada y es alimentada por la
fe en Cristo. Nada ayuda tanto a
afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que
estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha
venido entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en abundancia »
(Jn 10, 10): es la
fe en el Resucitado, que ha vencido la
muerte; es la fe en la sangre de Cristo « que habla mejor que la de Abel
» (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la
fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia
toma más viva conciencia de la gracia y de la responsabilidad que recibe de
su Señor para anunciar, celebrar y servir al
Evangelio de la vida.
CAPITULO II
HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA
« La Vida se manifestó, y
nosotros la hemos visto » (1 Jn 1,
2): la mirada dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y
graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos
sentirnos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable: ¡el
bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el
Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a profesar, con humildad
y valentía, la propia fe en Jesucristo, « Palabra de vida » (1
Jn 1, 1). En realidad, el
Evangelio de la vida no es una mera reflexión, aunque original y
profunda, sobre la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a
sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad;
menos aún una promesa ilusoria de un futuro mejor. El
Evangelio de la vida es una
realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela
persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás, y en él a
todo hombre, con estas palabras: « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn
14, 6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro:
« Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá;
y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn
11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del
Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha
venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido
para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn
10, 10).
Así, por la palabra, la
acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la posibilidad de «
conocer » toda la verdad sobre el valor de la vida humana. De esa « fuente »
recibe, en particular, la capacidad de « obrar » perfectamente esa verdad
(cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y
realizar en plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y
promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se
anuncia definitivamente y se da plenamente aquel
Evangelio de la vida que,
anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de
algún modo en el corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada
conciencia « desde el principio », o sea, desde la misma creación, de modo
que, a pesar de los condicionamientos negativos del pecado,
también puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos
esenciales. Como dice el Concilio Vaticano II, Cristo « con su presencia
y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con
su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad,
lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a
saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado
y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna ».22
30. Por tanto, con la mirada
fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de El « las palabras de
Dios » (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el
Evangelio de la vida. El sentido
más profundo y original de esta meditación del mensaje revelado sobre la
vida humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su Primera
Carta: « Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca
de la Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto
y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia
el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1,
1-3).
En Jesús, « Palabra de vida
», se anuncia y comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y a
este don, la vida física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena,
encuentra plenitud de valor y significado: en efecto, la vida divina y
eterna es el fin al que está orientado y llamado el hombre que vive en este
mundo. El Evangelio de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y
la razón humana dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo
lleva a término.
« Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi
salvación » (Ex
15, 2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud
evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada en el Antiguo
Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del Exodo, fundamento de la
experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde Israel descubre el valor de
la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya abocado al exterminio, porque
la amenaza de muerte se extiende a todos sus recién nacidos varones (cf.
Ex 1, 15-22), el Señor se le
revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está sin
esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia:
su vida no está a merced de un
faraón que puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la
esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de una dignidad
indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van unidos el
descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es original y
ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su
existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para
encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he
formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido! » (Is
44, 21).
De este modo, mientras Israel
reconoce el valor de su propia existencia como pueblo, avanza también en la
percepción del sentido y valor de la vida en cuanto tal. Es una
reflexión que se desarrolla de modo particular en los libros sapienciales,
partiendo de la experiencia cotidiana de la
precariedad de la vida y de la
conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las contradicciones de la
existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa
sobre todo a la fe y la pone a prueba. ¿Cómo no oír el gemido universal del
hombre en la meditación del libro de Job? El inocente aplastado por el
sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ¿Para qué dar la luz a un
desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la
muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro? » (3,
20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el
reconocimiento confiado y adorador del « misterio »: « Sé que eres
todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación
lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal puesto por
el Creador en el corazón de los hombres: « El ha hecho todas las cosas
apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones » (Ecl
3, 11). Este germen de totalidad y
plenitud espera manifestarse en el amor, y realizarse, por don gratuito
de Dios, en la participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha restablecido a
este hombre » (cf.
Hch 3, 16):
en la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el
sentido de la vida
32. La experiencia
del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los « pobres » que
encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios « amante de la vida
» (cf. Sb 11, 26) había
confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de
Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su
existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del
Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los
cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc
7, 22). Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1),
Jesús presenta el significado de su propia misión. Así, quienes
sufren a causa de una existencia de algún modo « disminuida »,
escuchan de El la buena nueva
de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que
también su vida es un don celosamente custodiado en las manos del
Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son
interpelados particularmente por la predicación y las obras de
Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo
buscan (cf. Mt 4, 23-25),
encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran
valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de
salvación.
Lo mismo sucede en la
misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús
como aquél que « pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch
10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que resuena con
toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y pobreza
de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido, al
que ponían todos los días junto a la puerta « Hermosa » del templo
de Jerusalén para pedir limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo
que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a
andar » (Hch 3, 6). Por la
fe en Jesús, « autor de la vida » (cf.
Hch 3, 15), la vida que
yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y
de su plena dignidad.
La palabra y las
acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes
padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación
social, sino que conciernen más profundamente
al sentido mismo de la vida de
cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo
quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del
pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la
verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: «
No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No
he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc
5, 31-32).
En cambio, quien cree
que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes
materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en
realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se
verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero
significado: « ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las
cosas que preparaste, ¿para quién serán? » (Lc
12, 20).
33. En la vida misma
de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular «
dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de la vida
humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca
la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra
acogida en los justos, que
se unieron al « sí » decidido y gozoso de María (cf.
Lc 1, 38). Pero también
siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño « para
matarle » (Mt 2, 13), o
que permanece indiferente y distraído ante el cumplimiento del
misterio de esta vida que entra en el mundo: « no tenían sitio en el
alojamiento » (Lc 2, 7).
Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte,
y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad
la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de
Belén: esta vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf.
Lc 2, 11).
Jesús asume
plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo
rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con
su pobreza » (2 Cor 8, 9).
La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de
privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más
humildes y precarias de la vida humana (cf.
Flp 2, 6-7). Jesús vive
esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la
cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte
de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está
sobre todo nombre » (Flp
2, 8-9). Es precisamente en su
muerte donde Jesús revela
toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la
cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf.
Jn 12, 32). En este
peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de
la vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del
Padre. Por eso puede decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo
mi espíritu » (Lc 23, 46),
esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el
Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se
realiza la salvación para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir la imagen de su
Hijo » (Rm
8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es
siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de
experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a
comprender.
?Por qué la vida es un bien?
La pregunta recorre toda la Biblia, y ya
desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y
admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la
de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque
proveniente del polvo de la tierra (cf.
Gn 2, 7; 3, 19;
Jb 34, 15; Sal 103 102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el
mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf.
Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con
su célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23
Al hombre se le ha dado una
altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que
lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de
Dios.
Lo afirma el libro
del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al hombre
en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al
término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura
más perfecta. Toda la creación
está ordenada al hombre y todo se somete a él: « Henchid la
tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la
tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje
semejante aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó,
pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para
que lo labrase y cuidase » (Gn
2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas,
las cuales están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad,
mientras que por ningún motivo el hombre puede ser sometido a sus
semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico,
la distinción entre el hombre y las demás criaturas se manifiesta
sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como
fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una
deliberación que establece un
vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos al ser
humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn
1, 26). La vida que
Dios ofrece al hombre es un
don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará
durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y
específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico
reconoce que Dios al crear a los hombres « los revistió de una
fuerza como la suya, y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el
autor sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino
también las facultades
espirituales más características del hombre, como la razón, el
discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e
inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si
17, 6). La capacidad de
conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en
cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf.
Dt 32, 4). Sólo el hombre,
entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para conocer y
amar a su Creador ».24
La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el
tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es
germen de un existencia que
supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al
hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma
naturaleza » (Sb 2, 23).
35. El relato
yahvista de la creación expresa también la misma convicción. En
efecto, esta antigua narración habla de
un soplo divino que
es infundido en el hombre
para que tenga vida: « El Señor Dios formó al hombre con polvo del
suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y resultó el hombre
un ser viviente » (Gn 2,
7).
El origen divino de
este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que acompaña
al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí
mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a
El. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo
hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste,
Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti ».25
Qué elocuente es la
insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén,
cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf.
Gn 2, 20). Sólo la
aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus
huesos y carne de su carne (cf.
Gn 2, 23), y en quien vive
igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la
exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la existencia
humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta
definitiva y satisfactoria de toda persona.
« ¿Qué es el hombre
para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te
cuides? », se pregunta el Salmista (Sal
8, 5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero
precisamente este contraste descubre su grandeza: « Apenas inferior
a los ángeles le hiciste (también se podría traducir: « apenas
inferior a Dios »), coronándole de gloria y de esplendor » (Sal
8, 6). La gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre. En él
encuentra el Creador su descanso, como comenta asombrado y conmovido
san Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se concluyó la creación del
mundo con la formación de aquella obra maestra que es el hombre, el
cual ejerce su dominio sobre todos los seres vivientes y es como el
culmen del universo y la belleza suprema de todo ser creado.
Verdaderamente deberíamos mantener un reverente silencio, porque el
Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó al final en lo
íntimo del hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en
efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz de imitarle,
émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes. En estas
dotes suyas descansa el Dios que dijo: "?En quién encontraré reposo,
si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra" (cf.
Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado
una obra tan maravillosa donde encontrar su descanso ».26
36. Lamentablemente,
el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del
pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el
Creador, acabando por
idolatrar a las criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por la
mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm 1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí
mismo la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también
en los demás, sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes
de desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida.
Cuando no se reconoce a Dios
como Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y se
perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre
la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda su
plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: « El es
Imagen de Dios invisible » (Col
1, 15), « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb
1, 3). El es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida
confiado al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento en
Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y desfigura el
designio de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte
en el mundo, la obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia
que se derrama sobre los hombres abriendo de par en par a todos las
puertas del reino de la vida (cf.
Rm 5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: « Fue hecho el primer
hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida »
(1 Cor 15, 45).
La plenitud de la
vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen
divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el
designio de Dios sobre los seres humanos: que « reproduzcan la
imagen de su Hijo » (Rm 8,
29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre puede ser
liberado de la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la
fraternidad rota y reencontrar su propia identidad.
« Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás »
(Jn
11, 26): el don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de
Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el
tiempo. La vida, que desde siempre está « en él » y es « la luz de los
hombres » (Jn 1, 4), consiste en ser
engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: « A todos
los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que
creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de
deseo de hombre, sino que nació de Dios » (Jn
1, 12-13).
A veces Jesús llama esta
vida, que El ha venido a dar, simplemente así: « la vida »; y presenta la
generación por parte de Dios como condición necesaria para poder alcanzar el
fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que no nazca de lo alto no
puede ver el Reino de Dios » (Jn
3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús:
él « es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn
6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: « El que me siga...
tendrá la luz de la vida » (Jn 8,
12).
Otras veces Jesús habla de «
vida eterna », donde el adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva
supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús promete y da, porque es
participación plena de la vida del « Eterno ». Todo el que cree en Jesús y
entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf.
Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha
de El las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su
existencia; son las « palabras de vida eterna » que Pedro reconoce en su
confesión de fe: « Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn
6, 68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna,
dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has
enviado, Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la
comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida,
que ya desde ahora se abre a la
vida eterna por la participación en la
vida divina.
38. Por tanto, la vida eterna
es la vida misma de Dios y a la vez la
vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites
se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable
verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras
del apóstol Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún
no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es » (1
Jn 3, 1-2).
Así
alcanza su culmen la verdad cristiana
sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su
procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios
en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y
completa su exaltación del hombre: « el hombre que vive » es « gloria de
Dios », pero « la vida del hombre consiste en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas
consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma
condición terrena, en la que ya ha
germinado y está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama instintivamente
la vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza,
nueva extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En
esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce
a la simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y
entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa
conciencia de poder hacer de la propia existencia el « lugar » de la
manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que
Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume
y conduce a su destino último: « Yo soy la resurrección y la vida...; todo
el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25.26).
« A cada uno pediré cuentas de la vida de su
hermano » (Gn
9, 5): veneración y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre
proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo
vital. Por tanto, Dios es el único
señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo
afirma a Noé después del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia
sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno
reclamaré el alma humana » (Gn 9,
5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida
tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: « Porque a imagen de
Dios hizo El al hombre » (Gn 9,
6).
La vida y la muerte del
hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: « El, que tiene en su
mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre »,
exclama Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y
retornar » (1 S 2, 6). Sólo El
puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt
32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce
este poder como voluntad amenazante, sino como
cuidado y solicitud amorosa hacia sus
criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de
Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que
acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma en paz y silencio como
niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma
en mí! » (Sal 131 130, 2; cf.
Is 49, 15; 66, 12-13;
Os 11, 4). Así Israel ve en las
vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto de
una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un designio
de amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y se
opone a las fuerzas de muerte que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo
la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó
para que subsistiera » (Sb 1,
13-14).
40. De la sacralidad de la
vida deriva su carácter inviolable,
inscrito desde el principio en el corazón del hombre, en su conciencia.
La pregunta « ¿Qué has hecho? » (Gn
4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera
matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada hombre: en lo
profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el carácter
inviolable de la vida —la suya y la de los demás—, como realidad que no le
pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre.
El mandamiento relativo al
carácter inviolable de la vida humana ocupa
el centro de las « diez palabras » de
la alianza del Sinaí (cf. Ex
34, 28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No matarás » (Ex
20, 13); « No quites la vida al inocente y justo » (Ex
23, 7); pero también condena —como se explicita en la legislación
posterior de Israel— cualquier daño causado a otro (cf.
Ex 21, 12-27). Ciertamente, se
debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor
de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la delicadeza del
Sermón de la Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de la
legislación entonces vigente, que establecía penas corporales no leves e
incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global, que corresponde al Nuevo
Testamento llevar a perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter
inviolable de la vida física y la integridad personal, y tiene su culmen en
el mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí
mismo: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lv
19, 18).
41. El mandamiento « no
matarás », incluido y profundizado en el precepto positivo del amor al
prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al joven rico que
le pregunta: « Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna? », responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos
» (Mt 19, 16.17). Y cita, como
primero, el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige
de los discípulos una justicia
superior a la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto
a la vida: « Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel
que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se
encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt
5, 21-22).
Jesús explicita
posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas del
mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya
presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de
garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y
amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en
general, la vida misma antes del nacimiento (cf.
Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas
adquieren vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y
profundidad: van desde cuidar la vida del
hermano (familiar, perteneciente
al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse
cargo delforastero, hasta amar al
enemigo.
No existe el forastero para
quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad
de su vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10, 25-37).
También el enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf.
Mt 5, 38-48;
Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf.
Lc 6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con
prontitud y sentido de gratuidad (cf.
Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo, mediante
la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad
a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos » (Mt
5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento
de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más profundo
en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida. Esta es
la enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús
(cf. Mt 19, 17-18), dirige a los
cristianos de Roma: « En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no
robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta
fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la
ley en su plenitud » (Rm 13,
9-10).
« Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra
y sometedla » (Gn
1, 28): responsabilidades del
hombre ante la vida
42. Defender y promover,
respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a cada hombre,
llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la soberanía que El
tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: "Sed fecundos y
multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y
en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra" » (Gn
1, 28).
El texto bíblico evidencia la
amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se trata,
sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el
libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con
tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti
creados, y administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3).
También el Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y
del honor recibidos del Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus
manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos,
y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que
surcan las sendas de las aguas » (Sal
8, 7-9).
El hombre, llamado a cultivar
y custodiar el jardín del mundo (cf.
Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre elambiente
de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su
dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al presente, sino también a
las generaciones futuras. Es la
cuestión ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de las
diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana »
propiamente dicha28—
que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una
solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, «
el dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se
puede hablar de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como
mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el
principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto
del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible,
estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya
transgresión no queda impune ».29
43. Una cierta participación
del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también en la
responsabilidad específica que le
es confiada en relación con la vida
propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en el
don de la vidamediante la procreación
por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el
Concilio Vaticano II: « El mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre
esté solo » (Gn 2, 18) y que «
hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su
propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y
multiplicaos » (Gn 1, 28) ».30
Hablando de una « cierta
participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra creadora » de
Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un
acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica
a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn
2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente. Como he escrito en
la Carta a las Familias, « cuando de la unión conyugal de los dos nace
un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y
semejanza de Dios mismo: en la
biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al
afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador
en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo
al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que
en la paternidad y maternidad humanas
Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier
otra generación "sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede
provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió
en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la
creación ».31
Esto lo enseña, con lenguaje
inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la exclamación gozosa de
la primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn
3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido
un varón con el favor del Señor » (Gn
4, 1). Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al
hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación
del alma inmortal.
32
En este sentido se expresa el comienzo del « libro de la genealogía de Adán
»: « El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó
varón y hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación.
Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según
su imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn
5, 1-3). Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios
que transmiten su imagen a la nueva
criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el
amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su
propia familia cada día más ».33
En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo, elegido
y elevado por encima de todos los dones terrenos » como « generador de la
humanidad, artífice de imágenes de Dios ».34
Así, el hombre y la mujer
unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la
procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la
misión específica de los padres, el
deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse
principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de mayor
debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado
y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de sufrimiento:
hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo
lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf.
Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras has formado »
(Sal 139
138, 13): la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se
encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale
del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la Palabra de
Dios —sobre todo en relación con la existencia marcada por la enfermedad y
la vejez— las exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan llamadas
directas y explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes,
especialmente la vida aún no nacida, como también la que está cercana a su
fin, ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de
ofender, agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del
horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.
En el Antiguo Testamento la
esterilidad es temida como una maldición, mientras que la prole numerosa es
considerada como una bendición: « La herencia del Señor son los hijos,
recompensa el fruto de las entrañas » (Sal
127 126, 3; cf. Sal 128 127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia
que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse
según la promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y cuenta las estrellas,
si puedes contarlas... así será tu descendencia » (Gn
5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza de que la vida
transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas
páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción, de la
formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del estrecho
vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción del
Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo
en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado »
(Jr 1, 5): la existencia de
cada individuo, desde su origen, está en el designio divino. Job, desde
lo profundo de su dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la
formación milagrosa de su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un
motivo de confianza y manifestando la certeza de la existencia de un
proyecto divino sobre su vida: « Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y
luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se
amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me vertiste como leche
y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de
huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi
aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de
Dios sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos.
35
?Cómo se puede pensar que uno
solo de los momentos de este maravilloso proceso de formación de la vida
pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a
merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así la madre de los
siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía de la vida
desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en la
nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis en mis
entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco
organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que
modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas,
os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis
por vosotros mismos a causa de sus leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo
Testamento confirma elreconocimiento
indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de
la fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con
las que Isabel se alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi
oprobio entre los hombres » (Lc 1,
25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado más vivamente
aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños
que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la
llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza
redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. « Bien pronto
—escribe san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María
y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero
Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según
las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del
misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer
oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas
proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres
se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas
empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de
gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la
madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó
también colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado
soy"! » (Sal
116 115, 10): la vida en la vejez y en
el sufrimiento
46. También en lo relativo a
los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la
revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual del
respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita de los
intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en un
contexto cultural y religioso que no está afectado por estas tentaciones,
sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y
experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el prestigio y rodeada
de veneración (cf.
2 M 6, 23). El justo no pide ser
privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú
eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que
llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo
tu brazo a todas las edades venideras » (Sal 71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél
en el que « no habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is
65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar
en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué
actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos
de Dios: « Señor, en tus manos está mi vida » (cf.
Sal 16 15, 5), y que de El acepta
también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por
qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si
41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la
muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado
del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la
enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en
el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las
enfermedades » (cf. Sal 103 102,
3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre
—hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me
seco como el heno » (Sal 102 101,
12)—, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en
el poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación
y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: «
¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has
sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a
la fosa » (Sal 30 29, 3-4).
47. La misión de Jesús, con
las numerosas curaciones realizadas, manifiesta
cómo Dios se preocupa también de la
vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,37
Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a
sanar los corazones quebrantados (cf.
Lc 4, 18; Is 61, 1). Al
enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la
que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id
proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad
muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt
10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16,
18).
Ciertamente,
la vida del cuerpo en su condición
terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede
pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien quiera
salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento
son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace
de su vida una ofrenda al Padre (cf.
Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn
10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador,
manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es más
importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en
peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29).
Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar
fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y
responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf.
Hch 7, 59-60), abriendo el camino
a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre
puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño
absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos y
existimos » (Hch 17, 28).
« Todos los que la guardan alcanzarán la vida »
(Ba
4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en
sí misma de un modo indeleble su
verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a
mantener la vida en esta verdad,
que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a
la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser
también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las
barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada
situación.
La verdad de la vida es revelada por el
mandamiento de Dios. La palabra del
Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder
respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el
específico mandamiento « no matarás » (Ex
20, 13; Dt 5, 17) asegura la
protección de la vida, sino que toda
la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque revela
aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.
Por tanto, no sorprende que
la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la
perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El
mandamiento se presenta en ella
como camino de vida: « Yo pongo
hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los
mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu
Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas,
vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la
que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt
30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia
del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la
existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que
la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el
bien está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a
la « ley de vida » (Si 17, 9). El
bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga
sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la
vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley
es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida
del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al « no matarás »
cuando no se observan las otras « palabras de vida » (Hch
7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el
mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la
que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o
excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el
hombre y la historia, la palabra « no matarás » volverá a brillar como un
bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En este sentido
podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje del libro
del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera tentación: «
No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la boca del
Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra
del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley
de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: « todos los que la
guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán » (Ba
4, 1).
49. La historia de Israel
muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios
ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al
pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al
plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la
fuente auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi
pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas,
cisternas agrietadas, que el agua no retienen » (2, 13). Los Profetas
señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los
derechos de las personas: « Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de
los débiles » (Am 2, 7); « Han
llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr
19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad
de Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), «
ciudad que derramas sangre en medio de ti » (22, 3).
Pero los Profetas, mientras
denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre todo de suscitar la
espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva
relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y
extraordinarias para comprender y realizar todas las exigencias propias del
Evangelio de la vida. Esto será
posible únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: « Os
rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y
de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo,
infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez
36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34).
Gracias a este « corazón nuevo » se puede comprender y llevar a cabo el
sentido más verdadero y profundo de la vida: ser
un don que se realiza al darse.
Este es el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la
figura del Siervo del Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá
descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is
53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se cumple
la Ley y se da un corazón nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús no
reniega de la Ley, sino que la lleva a su cumplimiento (cf.
Mt 5, 17): la Ley y los Profetas
se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf.
Mt 7, 12). En El la Ley se hace definitivamente « evangelio », buena
noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la
existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias. Es la
Ley Nueva, « la ley del espíritu
que da la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da
la vida por sus amigos (cf. Jn 15,
13), es el don de sí mismo en el amor
a los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al
vida, porque amamos a los hermanos » (1
Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría y de bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron »
(Jn 19, 37): en el árbol de la
Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este
capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la vida,
quisiera detenerme con cada uno de vosotros a
contemplar a Aquél que atravesaron
y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn
19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf.
Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento
y la plena revelación de todo el
Evangelio de la vida.
En las primeras horas de la
tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda
la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc
23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa
lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la
muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática
entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo,
esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta
aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda
la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y
elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia », y su
vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos
de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf.
Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante
todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa manera »,
exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc
15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la
identidad del Hijo de Dios: ¡en la
Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina
el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir,
Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores (cf.
Lc 23, 34) y dice al malhechor que
le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás
conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después de su muerte « se abrieron los sepulcros, y
muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de
resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado también la
salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf.
Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas
resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los
pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda,
elevándolo a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y
realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente
levantada por Moisés en el desierto (cf.
Jn 3, 14-15;
Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que
atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza
segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro hecho
concreto que llama mi atención y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó
Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó
el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el
soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante salió
sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno
cumplimiento. La « entrega del espíritu » presenta la muerte de Jesús
semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir también al «
don del Espíritu », con el que nos rescata de la muerte y nos abre a una
vida nueva.
El hombre participa de la
misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia
—de los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de Cristo—,
se comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como pueblo
de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación de la Cruz
nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido.
Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a
hacer tu voluntad » (cf. Hb 10,
9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn
13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que no había « venido a
ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc
10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor
amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn
15, 13). Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf.
Rm 5, 8).
De este modo proclama que
la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación
se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a
Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P
2, 21).
También nosotros estamos
llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en
plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú,
Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu.
Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre
y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar
con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así
aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre, sino a venerarla,
amarla y promoverla.
CAPITULO III
NO MATARAS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos » (Mt 19, 17):
Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó
uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús
responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17). El Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la
participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por la
observancia de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento «
no matarás ». Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús
recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: « Jesús dijo:
"No matarás, no cometerás adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de
su amor; es siempre un don para el
crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto
esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado
como « evangelio », esto es, buena y gozosa noticia. También el
Evangelio de la vida es un gran
don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita
asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado y
estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios
exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo,
el don se hace mandamiento, y
el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de
Dios, es querido por su Creador como rey y señor. « Dios creó al hombre
—escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera desempeñar su función
de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de Aquél que gobierna
el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza está
marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el
mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva que
participa con su dignidad en la perfección del modelo divino ».38
Llamado a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar
sobre todos los seres inferiores a él (cf.
Gn 1, 28), el hombre es rey y
señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo
39
y, en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir
por medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio
divino. Sin embargo, no se trata de un
señorío absoluto, sino
ministerial, reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso,
el hombre debe vivirlo con sabiduría y
amor, participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de Dios.
Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia
libre y gozosa (cf. Sal 119 118),
que nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un
don gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela
de su dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y
más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable,
sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es « administrador del plan
establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre
como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El
hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf.
Mt 25, 14-30;
Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre »
(cf.
Gn 9, 5):
la vida humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es
sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de Dios" y
permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin.
Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en
ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo
a un ser humano inocente ».41
Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios
sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la
Sagrada Escritura impone al hombre
el precepto « no matarás » como mandamiento divino (Ex
20, 13; Dt 5, 17). Este
precepto —como ya he indicado— se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de
la Alianza que el Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya
incluido en la alianza originaria de Dios con la humanidad después del
castigo purificador del diluvio, provocado por la propagación del pecado y
de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor
absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza (cf.
Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida
humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la
inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se hace juez
severo de toda violación del mandamiento « no matarás », que está en la base
de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente (cf.
Gn 4, 9-15;
Is 41, 14; Jr 50, 34;
Sal 19 18, 15). También de este
modo, Dios demuestra que « no se recrea en la destrucción de los vivientes »
(Sb 1, 13). Sólo Satanás puede
gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf.
Sb 2, 24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y
también « mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado
y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida.
54. Explícitamente, el
precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite
que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una
actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a
progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. El pueblo de la
Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando progresivamente
en esta dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús: el amor al
prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; « de estos dos
mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf.
Mt 22, 36-40). « Lo de... no
matarás... y todos los demás preceptos —señala san Pablo— se resumen en esta
fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13, 9; cf. Ga 5, 14).
El precepto « no matarás », asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley, es
condición irrenunciable para poder « entrar en la vida » (cf.
Mt 19, 16-19). En esta misma
perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: « Todo
el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino
tiene vida eterna permanente en él » (1
Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la
Tradición viva de la Iglesia —como
atestigua la Didaché, el más
antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el
mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la
muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo
mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de
su madre, ni quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte
es éste:... que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no
conocen a su Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de
Dios; los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los
ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis
libres, hijos, de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la
Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y
permanente del mandamiento « no matarás ». Es sabido que en los primeros
siglos el homicidio se consideraba entre los tres pecados más graves —junto
con la apostasía y el adulterio— y se exigía una penitencia pública
particularmente dura y larga antes que al homicida arrepentido se le
concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos:
matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un pecado
particularmente grave. ¡Sólo Dios es
dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a
menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la
reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y
profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios.
43
En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja
los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la
legítima defensa, en que el
derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro
resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor
intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los
demás son la base de un verdadero
derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al
prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone
el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: « Amarás a
tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a
defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor
heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el
espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf.
Mt 5, 38-48) en la radicalidad
oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima
defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que
es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la
sociedad ».44
Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño
conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha
de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el
caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón.
45
56. En este horizonte se
sitúa también el problema de la pena
de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la
sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada
e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una
justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y
por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la
sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer
efecto el de compensar el desorden introducido por la falta ».46
La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y
sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen,
como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De
este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden
público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un
estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
47
Es evidente que, precisamente
para conseguir todas estas finalidades,
la medida y la calidad de la pena
deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la
medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta
necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro
modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de
la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir
prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece
válido el principio indicado por el nuevo
Catecismo de la Iglesia Católica,
según el cual « si los medios incruentos bastan para defender las vidas
humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la
seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear
sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones
concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona
humana ».48
57. Si se pone tan gran
atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del agresor
injusto, el mandamiento « no matarás » tiene un valor absoluto cuando se
refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil e
indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra
su defensa radical frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto
carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral
explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en
la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio.
Esta unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido sobrenatural de la fe »
que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo, preserva de error al
pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente de acuerdo en cuestiones
de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida de
conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la absoluta y grave
ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana inocente,
especialmente en su inicio y en su término,
el Magisterio de la Iglesia ha
intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e
inviolable de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente
insistente, se ha unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y
amplios documentos doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias
Episcopales como de Obispos en particular. Tampoco ha faltado, fuerte e
incisiva en su brevedad, la intervención del Concilio Vaticano II.
50
Por tanto, con la autoridad
conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos
de la Iglesia católica, confirmo que
la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre
gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no
escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio
corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida
por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal.
51
La decisión deliberada de
privar a un ser humano inocente de su vida es siempre mala desde el punto de
vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni como medio para un fin
bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley moral, más aún, a Dios
mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes fundamentales de la
justicia y de la caridad. « Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un
ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo
incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí
mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo
explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo
ni permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es
absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad
es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe
fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada
hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede
disponer. Ante la norma moral que prohíbe la eliminación directa de un ser
humano inocente « no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna
diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la
tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales ».53
« Mi embrión tus ojos lo veían »
(Sal 139 138, 16): el delito
abominable del aborto
58. Entre todos los delitos
que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta
características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El
Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como « crímenes
nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la
percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la
conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las
costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis
del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y
el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante
una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de
frente a la verdad y de llamar a las
cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la
tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del
Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan
oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is
5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una
terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a
ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión
pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar
de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las
cosas: el aborto procurado es la
eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser
humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al
nacimiento.
La gravedad moral del aborto
procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un
homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas
que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir,
es decir, lo más inocente en
absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y
menos aún un agresor injusto! Es
débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima
forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del
llanto del recién nacido. Se halla
totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo
lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre,
quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas
ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y
doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción
no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se
quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un
nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen
para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que
para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones
semejantes, aun siendo graves y dramáticas,
jamás pueden justificar la eliminación
deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la
muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con
frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño,
no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando
favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los
problemas del embarazo:
55
de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza
de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se
pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio
de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan
fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay
duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a
quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son
responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de
la muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad
implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que
amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los
administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar
abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que
han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de
menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no
lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las
familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades
económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de
complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales,
fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y
la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá
de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les
provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una
herida gravísima causada a la
sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y
defensores. Como he escrito en mi
Carta a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra
la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la
civilización ».56
Estamos ante lo que puede definirse como
una « estructura de pecado » contra la
vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan
justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos
hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida
humana personal. En realidad, « desde el momento en que el óvulo es
fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la
madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás
llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de
siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que
desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese
viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien
determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana,
cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder
actuar ».57
Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la
observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la
ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para
discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de
la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego
algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral,
bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para
justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a
eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates
científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el
Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha
enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el
primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto
incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y
unidad corporal y espiritual: « El ser
humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su
concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben
reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable
de todo ser humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la
Sagrada Escritura, que nunca
hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y
específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno
materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el
mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e
inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que
precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios
que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo
ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el
adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita
en el « libro de la vida » (cf. Sal
139 138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, —como
testimonian numerosos textos bíblicos
60—
el hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia
divina.
La
Tradición cristiana —como bien
señala la Declaración emitida al
respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe
61—
es clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el
aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en
contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica
del aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso
radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en
aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada
Didaché.
62
Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que
los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a
medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre,
son ya « objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63
Entre los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir
el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la
haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia
bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por los
Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las discusiones
de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión
del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la condena
moral del aborto.
62. El
Magisterio pontificio más reciente
ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en
la Encíclica Casti connubii
rechazó las pretendidas justificaciones del aborto;
65
Pío XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda
directamente a destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal
destrucción se entiende como fin o sólo como medio para el fin »;
66
Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque « desde que
aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios ».67
El Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la
concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos ».68
La
disciplina canónica de la Iglesia,
desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se
manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos
graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El
Código de Derecho Canónico de 1917
establecía para el aborto la pena de excomunión.
69
También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando
sanciona que « quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en
excomunión latae sententiae »,70
es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este
delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya
cooperación el delito no se hubiera producido:
71
con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los
más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar
solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena
de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de
un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y
penitencia.
Ante semejante unanimidad en
la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar
que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable.
72
Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores,
en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el
aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el
mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—,
declaro que el aborto directo, es
decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave,
en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta
doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal.
73
Ninguna circunstancia,
ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto
que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita
en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada
por la Iglesia.
63. La valoración moral del
aborto se debe aplicar también a las recientes formas de
intervención sobre los embriones
humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan
inevitablemente su destrucción. Es el caso de los
experimentos con embriones, en
creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente
admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el
embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que
no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación,
la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual »,74
se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como
objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su
dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al
niño ya nacido y a toda persona.
75
La misma condena moral
concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos
todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para este fin mediante la
fecundación in vitro— sea como « material biológico » para ser utilizado,
sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el
tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas
humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto
absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece
la valoración moral de las técnicas de
diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales
anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas
técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente.
Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos
desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar
una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación
del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del
nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas
se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto
selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de
anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable,
porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros
de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la
legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el
valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves
formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados y amados
por nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz de los
auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en
condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás. La Iglesia está
cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus
hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las
familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido
abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la vida »
(Dt 32, 39): el drama de la
eutanasia
64. En el otro extremo de la
existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy,
debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con
frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se
presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la
tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar,
el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso
librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe
por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles
experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación
reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido
por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento
posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando
u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de
sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le
garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y
total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países
desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los
continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más
avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la
ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes
sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y
prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar
artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones
biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para
trasplantes.
En semejante contexto es cada
vez más fuerte la tentación de la
eutanasia, esto es, adueñarse de
la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin «
dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría
parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta
absurdo e inhumano. Estamos aquí
ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que
avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una
mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas
ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a
menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi
exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según
los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio
moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por
eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción
o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con
el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el
nivel de las intenciones o de los métodos usados ».76
De ella debe distinguirse la
decisión de renunciar al llamado «
ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no
adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los
resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para
él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e
inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que
procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia,
sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos
similares ».77
Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta
obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay
que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente
proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios
extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la
eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al
muerte.
78
En la medicina moderna van
teniendo auge los llamados « cuidados
paliativos », destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la
fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un
acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el
problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y
sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo
de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta
voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para
conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera
consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe
considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito
suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como
consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros
medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de
otros deberes religiosos y morales ».79
En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por
motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el
dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición
por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la
conciencia propia sin grave motivo »:
80
acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder
cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse
preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de
acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores
81
y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica,
confirmo que la eutanasia es una grave
violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y
moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en
la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la
Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
82
Semejante práctica conlleva,
según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio
es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición
de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala.
83
Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales
puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la
inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la
responsabilidad subjetiva, el
suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente
inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los
deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas
comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general.
84
En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta
de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del
antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la
muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb
16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención
suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio
asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera
persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando
es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san
Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya
vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba
con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85
La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse
cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una
falsa piedad, más aún, como una
preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión
» hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo
sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más
perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir
con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su
profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones
terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es
más grave cuando se configura como un
homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún
modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del
arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se
arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta
de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del
mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo
Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la
vida » (Dt 32, 39; cf.
2 R 5, 7;
1 S 2, 6). El ejerce su poder
siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre
usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa
fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más
débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en
la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de
toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en
cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra
común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado,
ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el
supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando
siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella,
es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la
prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las
esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, «
ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el
hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando
aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su
persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la
sola materia, se rebela contra la muerte ».86
Esta repugnancia natural a la
muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la
inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la
participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél
que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, «
salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de
vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de
la inmortalidad futura y la esperanza
en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio
del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza
extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta
novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición
humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie
para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el
Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm
14, 7-8). Morir para el Señor
significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre
(cf. Flp 2, 8), aceptando
encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf.
Jn 13, 1), que es el único que
puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido.
Vivir para el Señor significa
también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una
prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive
con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre
decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este
modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El
(cf. Flp 3, 10;
1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor
de la Iglesia y de la humanidad.
87
Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también
llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo,
en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres
» (Hch
5, 29): ley civil y ley moral
68. Una de las
características propias de los atentados actuales contra la vida humana
—como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su
legitimación jurídica, como si
fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe
reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su
realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes
sanitarios.
No pocas veces se considera
que la vida de quien aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un
bien sólo relativo: según una lógica proporcionalista o de puro cálculo,
deberá ser cotejada y sopesada con otros bienes. Y se piensa también que
solamente quien se encuentra en esa situación concreta y está personalmente
afectado puede hacer una ponderación justa de los bienes en juego; en
consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su decisión. El Estado,
por tanto, en interés de la convivencia civil y de la armonía social,
debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el aborto y la
eutanasia.
Otras veces se cree que la
ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un
nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten.
Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y la voluntad de la
mayoría de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos casos
extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la
prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos
llevaría inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales,
que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se
efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener
una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar también
la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más
radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se
debería reconocer a cada persona una plena autonomía para disponer de su
propia vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto, no
correspondería a la ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos
aún, pretender imponer una opción particular en detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la
cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión
de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir
y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo
que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera
incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto
de la libertad de los ciudadanos —que en un régimen democrático son
considerados como los verdaderos soberanos— exigiría que, a nivel
legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que,
por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la
convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la
mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad,
debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el
del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben
dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los
individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa de elección y
piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que
trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de cada
uno, con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía al
que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera
que, en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto
de la libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de
sus propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de
los ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único
criterio moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido por
las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se delega a
la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al menos en el ámbito
de la acción pública.
70. La raíz común de todas
estas tendencias es el relativismo
ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No
falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia,
ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las
personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las
normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al
autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente
la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y
contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en
esta postura.
Es cierto que en la historia
ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la « verdad
». Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se
han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del « relativismo
ético ». Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de
la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas
condiciones, ¿acaso no adopta una decisión « tiránica » respecto al ser
humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente
ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido
tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de
haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados
por el consenso popular?
En realidad, la democracia no
puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una
panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como
tal, un instrumento y no un fin. Su carácter « moral » no es automático,
sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier
otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad
de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe
un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se
considera un positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio
de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces.
88
Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna
y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de
cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables,
así como considerar el « bien común » como fin y criterio regulador de la
vida política.
En la base de estos valores
no pueden estar provisionales y volubles « mayorías » de opinión, sino sólo
el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto « ley natural »
inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la
misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva,
el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales
de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus
fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de
intereses diversos y contrapuestos.
89
Alguien podría pensar que
semejante función, a falta de algo mejor, es también válida para los fines
de la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta
valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera
la democracia puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no
fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad
entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos
regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con
frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para
maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del
consenso. En un situación así, la democracia se convierte fácilmente en una
palabra vacía.
71. Para el futuro de la
sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de
nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios,
que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la
dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo,
ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir,
sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es necesario
tener en cuenta los elementos
fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral,
tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también
del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
Ciertamente,
el cometido de la ley civil es
diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, « en
ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni
dictar normas que excedan la propia competencia »,90
que es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el
reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de
la paz y de la moralidad pública.
91
En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada
convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos vivir
una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1
Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los
miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que
pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe
reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho
inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública
puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar
prohibido, un daño más grave,
92
sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos
—aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa
infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan
fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la
eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los
demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de
protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo
el pretexto de la libertad.
93
A este propósito, Juan XXIII
recordó en la Encíclica Pacem in
terris: « En la época moderna se considera realizado el bien común
cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De
ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre
todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos
derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento
de los respectivos deberes. "Tutelar el intangible campo de los derechos de
la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es
el deber esencial de los poderes públicos". Por esta razón, aquellos
magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no
sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo
que ellos prescriban ».94
72. En continuidad con toda
la tradición de la Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la
necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge,
una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es
postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o
preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y,
consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían
fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad
dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ».95
Esta es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas
escribe: « La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón
y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en
contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso
deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia ».96
Y añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto
deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa
a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata
aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el
derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre.
Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación
directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable
contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los
hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría
objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el
sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una
petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un
caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se
puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo
se favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que
autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no
sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente,
están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la
negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la
persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se
contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el
bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o
la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente
vinculante.
73. Así pues, el aborto y la
eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar.
Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino
que, por el contrario, establecen una
grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de
conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica
inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas
legítimamente constituidas (cf. Rm
13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch
5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las
amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia
a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se
opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón.
Ellas « no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que
dejaban con vida a los niños » (Ex
1, 17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: «
Las parteras temían a Dios » (ivi).
Es precisamente de la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor
que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y
el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y
el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada,
en la certeza de que « aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos »
(Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley
intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia,
nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en una campaña de opinión
a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto ».98
Un problema concreto de
conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase
determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a
restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más
permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos.
En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo
continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto,
apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras
Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga
de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En
el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una
ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto
sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos
en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de
este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes
bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos
inicuos.
74. La introducción de
legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos
ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a
la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar
en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son
dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales
consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera.
En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí
mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de
legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas
amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la
disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y
favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra
la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una
lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil
cuestión moral es necesario tener en cuenta los principios generales sobre
la cooperación en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos
los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de
conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que,
aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En
efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente
en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su
misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto,
se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana
inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal.
Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la
libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea
y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una
responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la
cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf.
Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la
ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un
derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona
humana a realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y,
de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su
orientación a la verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se
trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar
previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad
de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva
de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los
agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias,
de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia
debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier
daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti mismo »
(Lc
10, 27): « promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios
nos enseñan el camino de la vida. Los
preceptos morales negativos, es decir, los que declaran moralmente
inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto
para la libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin
excepción. Indican que la elección de determinados comportamientos es
radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona,
creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la
bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con
la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de
orientar la propia vida a Dios.
99
Ya en este sentido los
preceptos morales negativos tienen una importantísima función positiva: el «
no » que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá
del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo
que debe respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables « sí »,
capaces de abarcar progresivamente el
horizonte completo del bien (cf.
Mt 5, 48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales
negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la
libertad: « La primera libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos...
como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude,
sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales
delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia
la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es perfecta ».100
76. El mandamiento « no
matarás » establece, por tanto, el punto de partida de un camino de
verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a
desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando
así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido
confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro
reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf.
Sal 139 138, 13-14).
El Creador ha confiado la
vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de
modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con
amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre
a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del
recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los
tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha
demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la
reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y
significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al
hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los
hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio
de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo
Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela
a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la
acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.
77. En esta ley nueva se
inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por tanto, para el cristiano
implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y promover la vida de
cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en
Jesucristo. « El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la
vida por los hermanos » (1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás
», incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de
la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia
moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original de Dios
creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la razón y
puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que,
soplando donde quiere (cf. Jn 3,
8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos
debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que siempre
se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está
amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social, que todos
debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana como
fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar
la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor,
para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos
de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y
del amor.
CAPITULO IV
A MI ME LO
HICISTEIS
POR UNA NUEVA
CULTURA DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros
sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas »
(cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la
vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el
Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don
de Jesús, enviado del Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El
a todo el mundo (cf. Mc 16, 15;
Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida
de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la
exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En efecto, «
evangelizar —como escribía Pablo VI—
constituye la dicha y vocación propia
de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar
».101
La evangelización es una
acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la
misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva
inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la
caridad. Es un acto profundamente
eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio,
cada uno según su propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se
trata de anunciar el Evangelio de la
vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos
al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido
como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad « hasta
los confines de la tierra » (Hch
1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el
pueblo de la vida y para la vida y
presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el
pueblo de la vida porque Dios, en
su amor gratuito, nos ha dado el
Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este
mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Hch
3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf.
1 Cor 6, 20; 7, 23;
1 P 1, 19) y mediante el baño
bautismal hemos sido injertados en El (cf.
Rm 6, 4-5; Col 2, 12),
como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf.
Jn 15, 5). Renovados interiormente
por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a
ser un pueblo para la vida y
estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados:
estar al servicio de la vida no es para nosotros
una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo
adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf.
1 P 2, 9). En nuestro camino
nos guía y sostiene la ley del amor:
el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que «
muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo.
El compromiso al servicio de la vida obliga a
todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente « eclesial », que exige
la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las
estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no
elimina ni disminuye la responsabilidad de
cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de « hacerse
prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el
deber de anunciar el Evangelio de la vida, de
celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de
servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y
promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos »
(1
Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os
lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1
Jn 1, 1. 3). Jesús es el único
Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la
vida. En efecto, El es « la Palabra de
vida » (1 Jn 1, 1). En El « la
vida se manifestó » (1 Jn 1, 2);
más aún, él mismo es « la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y
que se nos manifestó » (ivi). Esta
misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La
vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna
», adquiere también pleno sentido.
Iluminados por este
Evangelio de la vida, sentimos la
necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la
novedad sorprendente que lo
caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador
de toda novedad
103
y vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la muerte,
104
supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que,
por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san
Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es
polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como
hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie
puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso
del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre
sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero
imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la
alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos
partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos,
para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1
Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el
Evangelio de la vida al corazón de
cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de
anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano,
que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza
segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye
entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida
humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es
proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que
permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es
manifestación del « don sincero de sí mismo » como tarea y lugar de
realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se
señalar todas las consecuencias de
este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don
precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son
absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del
hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo
cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en
cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana;
en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun
permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser
acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y
la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral;
toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada
persona humana, en todo momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente
un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía,
proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y,
posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo
personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores,
catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las
razones antropológicas que
fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo,
haciendo resplandecer la novedad original del
Evangelio de la vida, podremos
ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la
experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el
significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de
encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos
juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.
En medio de las voces más
dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre,
sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo:
« Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza,
exhorta con toda paciencia y doctrina » (2
Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de
cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en
su misión de « maestra » de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros
Obispos: somos los primeros a
quienes se pide ser anunciadores incansables del
Evangelio de la vida; a nosotros
se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y
fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más
oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a
la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades
teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se
difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina.
106
Que la exhortación de Pablo resuene para todos los
teólogos, para los
pastores y para todos los que desarrollan tareas de
enseñanza, catequesis y formación de
las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman
nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión
exponiendo ideas personales contrarias al
Evangelio de la vida como lo
propone e interpreta fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio,
no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo
compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo
(cf. Rm 12, 2). Debemos estar
en el mundo, pero no ser
del mundo (cf.
Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza
que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el
mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio
soy » (Sal
139 138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como «
pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser también
una celebración verdadera y genuina
del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza
evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar
precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este
Evangelio.
Con este fin, urge ante todo
cultivar, en nosotros y en los demás,
una mirada contemplativa.
107
Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre
haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su
profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a
la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende
apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en
cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf.
Gn 1, 27;
Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está
enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja
interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y,
precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona
una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos
esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa
admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI
en uno de sus primeros mensajes de Navidad.
108
El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa,
prorrumpe en himnos de alegría,
alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el
misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de
gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
84.
Celebrar el Evangelio de la vida
significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: «
Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella
se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de
modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora
y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida,
que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les
viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser
viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los
hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de
los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos
separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete
que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida
perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es
Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a
toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida ».109
Como el Salmista también
nosotros, en la oración cotidiana,
individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que
nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía
éramos informes (cf. Sal 139 138,
13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por
tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías
cabalmente » (Sal 139 138, 14).
Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros
misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un
prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser
cantado con júbilo y gloria ».110
Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los
prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad
casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En
cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la
imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del
Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar
admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y
comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria,
sino sobre todo con las celebraciones
del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los
Sacramentos, signos eficaces de la
presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia
cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina,
asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente
el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino
descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las
celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más
capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el
sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como
participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del
Evangelio de la vida es preciso saber
apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son
ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son
momentos y formas de encuentro con las que, en los diversos Países y
culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la
defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está
necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación del
dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva,
acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991,
propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones una
Jornada por la Vida, como ya tiene
lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que
esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos
los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las
conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el
reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus
momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la
gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás
momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta
consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.
86. Respecto al culto
espiritual agradable a Dios (cf. Rm
12, 1), la celebración del
Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la
existencia cotidiana, vivida en el
amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra
existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y
alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya
sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida,
realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos
y enfermos.
En este contexto, rico en
humanidad y amor, es donde surgen también los
gestos heroicos. Estos son
la celebración más solemne del
Evangelio de la vida, porque lo proclaman
con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación
del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf.
Jn 15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que
Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se
realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos
clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos
de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos
merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según
criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e
incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano
pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de «
todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que
sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar
cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo
mejor de sí mismas ».111
Al desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo
en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y
propagados por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En
nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los
valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han
distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres
cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor
invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su
amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en
el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el
poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112
« ¿De qué sirve, hermanos míos, que
alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? »
(St
2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la
participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la
vida humana deben realizarse mediante el
servicio de la caridad, que se
manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de
voluntariado, en la animación social y en el compromiso político. Esta es
una exigencia particularmente
apremiante en el momento actual, en que la « cultura de la muerte » se
contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y con frecuencia
parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la
« fe que actúa por la caridad » (Gal
5, 6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos
míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle
la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento
diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos",
pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la
fe, si no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad,
hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos
cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad.
Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada
hombre (cf. Lc 10, 29-37),
teniendo una preferencia especial por quien es más pobre, está sólo y
necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al
forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también al niño aún
no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte— tenemos la
posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto hicisteis a unos
de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt
25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras
siempre actuales de san Juan Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el
cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el
templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a la vida debe ser
profundamente unitario: no se pueden
tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada
e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por
tanto, se trata de « hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se
trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un
amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los
siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida
eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan
la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada
comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar
escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este
sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de
acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a
aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de
traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la
vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento, especialmente
en sus fases finales.
88. Todo esto supone una
paciente y valiente obra educativa
que apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf.
Gal 6, 2); exige una continua promoción de
vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica
la realización de proyectos e
iniciativas concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los
medios para valorar con
competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida,
los centros de métodos naturales de
regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda
para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona,
comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada
decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí.
También los consultorios matrimoniales
y familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención,
desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión cristiana
de la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio
precioso para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para
sostener y acompañar cada familia en su misión como « santuario de la vida
». Al servicio de la vida naciente están también
los centros de ayuda a la vida y las
casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres
solteras y parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran
asistencia y apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida
naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de
dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros medios
—como las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias para menores
o enfermos mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de
SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados—
son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a
cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena
llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para
que los ancianos, especialmente si no son autosuficientes, y los llamados
enfermos terminales puedan gozar
de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus
exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos casos es
insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en
las estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los
cuidados paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y
sociales, presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento
públicos como a domicilio.
En particular, se debe
revisar la función de los hospitales,
de las clínicas y de las casas de
salud: su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se
atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los
que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados en
su significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta
identidad debe ser clara y eficaz en los
institutos regidos por religiosos o
relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y
centros de servicio a la vida, y todas las demás iniciativas de apoyo y
solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar según los casos, tienen
necesidad de ser animadas por personas
generosamente disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental
que es el Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el
personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes,
religiosos y religiosas, personal administrativo y voluntarios.
Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana. En el
contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren el
riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a veces
fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en
agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy
enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte
precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la
profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual
juramento de Hipócrates, según el
cual se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida
humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda
vida humana inocente exige tambiénejercer
la objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El «
hacer morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera
cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es
más bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y
tenaz « sí » a la vida. También la investigación biomédica, campo fascinante
y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar
siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la
dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los
hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los
oprimen.
90. Un papel específico están
llamadas a desempeñar las personas
comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al
servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el
amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple
filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día,
entre fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a
salir al encuentro de las necesidades de las personas iniciando —si es
preciso— nuevos caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más
escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la
caridad exige que al Evangelio de la
vida se le sirva también mediante
formas de animación social y de compromiso político, defendiendo y
proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más
complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen
una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación
social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y
legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia
democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y
tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de
todos.
Esta tarea corresponde en
particular a los responsables de la
vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el
deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el
campo de las disposiciones
legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se
adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de
la responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de
autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre
todo cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a
responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de
decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no
son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo
desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de
una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que
viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal, no
puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los
políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de la
persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el
contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz
defensa legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes culturales
de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza de que la verdad
moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia, anima a los
políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a adoptar
aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades concretas,
lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del valor
de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta
con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen
los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la
familia y a la maternidad: la política familiar debe ser
eje y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario
promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar
condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la
maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales,
urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre
sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible
la atención a los niños y a los ancianos.
91.
La problemática demográfica
constituye hoy un capítulo importante de la política sobre la vida. Las
autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad de « intervenir
para orientar la demografía de la población »;
114
pero estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la
responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y
no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos
fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano
inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la
natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la
anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el
problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones
internacionales deben mirar ante todo a la creación de las condiciones
económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los
esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con verdadera
responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar los medios y
distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar
equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a
nivel mundial, instaurando una verdadera
economía de comunión y de
participación de bienes, tanto en el orden internacional como nacional
».115
Este es el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las
familias, además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al
Evangelio de la vida es, pues,
vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y
favorable para una colaboración activa con los hermanos de las otras
Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel
ecumenismo de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente
impulsó.
116
Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la
colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de
buena voluntad: la defensa y la
promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad
de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer
milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor
de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias
imprevisibles.
« La herencia del Señor son los hijos, recompensa
el fruto de las entrañas » (Sal
127 126, 3): la familia «
santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la
vida y para la vida », es decisiva la
responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su
propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el
matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y comunicar el amor ».117
Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en
la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son
los padres.
118
Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia
cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno
más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a
esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la
muerte. La familia es verdaderamente « el
santuario de la vida..., el ámbito
donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada
contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse
según las exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119
Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida
es determinante e insustituible.
Como
iglesia doméstica, la familia está
llamada a anunciar, celebrar y servir el
Evangelio de la vida. Es una tarea
que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida,
siendo cada vez más conscientes del
significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el
cual se manifiesta que la vida humana
es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una
nueva vida los padres descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca
donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante
la educación de los hijos como la familia cumple su misión de
anunciar el Evangelio de la vida.
Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y
mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en
la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y
cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida
cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás
valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora de los
padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para
que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión
educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido
verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar
atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente,
si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia
los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia
celebra el Evangelio de la vida con la
oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al
Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los
momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero
la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de
culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y
entrega.
De este modo la celebración
se transforma en un servicio al
Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la
solidaridad, experimentada dentro
y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las
pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente
significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la
adopción o a la
acogida temporal de niños
abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El
verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y
sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo
necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción,
merece ser considerada también la
adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono
tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En
efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas
necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que
desarraigarlos de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida
como « determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común »,121
requiere también ser llevada a cabo mediante formas de
participación social y política.
En consecuencia, servir el Evangelio
de la vida supone que las familias, participando especialmente en
asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del
Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción
hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular
debe prestarse a los ancianos.
Mientras en algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen
dentro de la familia con un papel activo importante, por el contrario, en
otras culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a
su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la
tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el
rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al
menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la
estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental
para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora
entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o
se restablezca donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre las
generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su
camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos
les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de
honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero
hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención,
cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al
Evangelio de la vida. Gracias al
rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y
debe ser transmisor de sabiduría,
testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro
de la humanidad se fragua en la familia »,122
se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y
culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia
al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de « santuario
de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es
necesario y urgente que la familia
misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben
asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las
familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por
su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que
ayude a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en
relación con el Evangelio de la vida.
« Vivid como hijos de la luz »
(Ef 5, 8): para realizar un
cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la
luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas » (Ef
5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha
dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte »,
debe madurar un fuerte sentido
crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas
exigencias.
Es urgente una
movilización general de las
conciencias y uncomún esfuerzo
ético, para poner en práctica una
gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una
nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y
resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para
que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los
cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y
valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con
la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la
misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio
pretende « transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »;
123
es como la levadura que fermenta toda la masa (cf.
Mt 13, 33) y, como tal, está
destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro,
124
para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la
renovación de la cultura de la vida
dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes,
incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una
especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con
respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos
comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran
lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los
cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis.
Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar
para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo,
debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no
creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los
lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos
profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de
cada uno.
96. El primer paso
fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la
formación de la conciencia moral
sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma
importancia redescubrir el nexo
inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se
viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera
donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad.
Ambas realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las
vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero
de sí,
125
es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la
formación de la conciencia es eldescubrimiento
del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido
otras veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible
fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone
las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de
los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte.
126
Es esencial pues que el
hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que
recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta
dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su
libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y
libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el punto
central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el
misterio más grande: el misterio de Dios ».127
Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en
cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también
la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la
conciencia está vinculada estrechamente la
labor educativa, que ayuda al
hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en
la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en
las justas relaciones entre las personas.
En particular, es necesario
educar en el valor de la vida
comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede
construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los
jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia
según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad,
riqueza de toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al llevar a
la persona hacia el don de sí misma en el amor ».128
La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que
están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero
sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre
todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica
educación de la sexualidad y del amor,
una educación que implica la
formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la
persona y la capacita para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la
vida requiere la formación de los
esposos para la procreación responsable. Esta exige, en su verdadero
significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen
como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo
generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en
actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios
y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a
tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos
modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar
las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto
legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el
recurso a los métodos naturales de
regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor
desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para
adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración
honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy
difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y
sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La
Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con
frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos
métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales
que su uso supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el
sufrimiento y la muerte. En realidad
forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de equivocado,
tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno
a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El
dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven
en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he
querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando « el carácter salvífico del
ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a
la esencia misma de la redención ».129
Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una aventura sin
esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad
y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su
misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos
decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de
asumir un nuevo estilo de vida que
se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas —a nivel
personal, familiar, social e internacional— la justa escala de valores:
la primacía del ser sobre el tener,
130
de la persona sobre las cosas.
131
Este nuevo estilo de vida implica también pasar
de la indiferencia al interés por el
otro y del rechazo a su acogida:
los demás no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino
hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por
sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una
nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido:
todos tienen un papel importante que
desempeñar. La misión de los profesores y de los educadores
es, junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos
dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan
custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de
vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la
familia y en la sociedad.
También
los intelectuales pueden hacer
mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea
particular corresponde a los intelectuales
católicos, llamados a estar
presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural,
en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de
investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de
la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras
fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de
la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su
valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he
instituido la Pontificia Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar
y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y
derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en
las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del
Magisterio de la Iglesia ».132
Una aportación específica deben dar también las
Universidades, particularmente las
católicas, y los
Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la
responsabilidad de los responsables de
los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la
transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida.
Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando
espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre;
proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin
enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura
de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o
acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo
ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están
llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a
cada persona y un sentido profundo de humanidad.
99. En el cambio cultural en
favor de la vida las mujeres
tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante:
les corresponde ser promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la
tentación de seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el
verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia
ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de
violencia y de explotación.
Recordando las palabras del
mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres
una llamada apremiante: « Reconciliad
a los hombres con la vida ».133
Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno
mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la
relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación
interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una
aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere
una misión particular: « La maternidad conlleva una comunión especial con el
misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este modo único de
contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud
hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en
general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer ».134
En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en
su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así,
la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se
abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad
que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la
utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la
aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres.
Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial
quisiera tener para vosotras, mujeres
que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos
condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de
que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso
dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro
interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente
injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la
esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad.
Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al
arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su
perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con
esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas
por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar
con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del
derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida,
coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con
la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis
artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo
por una nueva cultura de la vida estamos
sostenidos y animados por la confianza
de quien sabe que el Evangelio de
la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf.
Mc 4, 26-29). Es ciertamente
enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes,
con que cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la muerte »
y los de que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del amor
». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien
nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y
movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos
cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en
medio de las insidias que las amenazan:
135
es urgente una gran oración por la
vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana,
desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada
creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se
eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús
mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas
principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios
sólo se expulsan de este modo (cf. Mc
9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de
orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga
caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos
hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de
leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones
inspirados en la civilización de la vida y del amor.
« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea
completo » (1
Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto
para que nuestro gozo sea completo » (1
Jn 1, 4). La revelación del
Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a
todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la
Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este
Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida
no es exclusivamente para los creyentes:
es para todos. El tema de la vida
y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos.
Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda
conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la
suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y
religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se
trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de
la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de «
pueblo de la vida y para la vida » debe ser interpretada de modo justo y
acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional
del derecho a la vida de toda persona inocente —desde la concepción a su
muerte natural— es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad
civil, « quiere simplemente promover
un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la
defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de
la más débil ».136
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los
hombres. Trabajar en favor de la vida
es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En
efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el
derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás
derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una
sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la
justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las
formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si
es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y
garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la
democracia y la paz.
En efecto, no puede haber
verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona
y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera
verdadera paz, si no
se defiende y promueve la vida,
como recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado contra
la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el
contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y
reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera
alegre y operante de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida » se
alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada
vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la nueva cultura del amor y de
la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los
hombres.
CONCLUSION
102. Al final de esta
Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido
para nosotros » (cf. Is 9, 5),
para contemplar en El « la Vida » que « se manifestó » (1
Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de
Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra,
camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte
vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida » en
nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual
tiene por tanto una relación personal estrechísima con el
Evangelio de la vida. El
consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen
mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf.
Jn 10, 10). A través de su acogida
y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha
sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, « como la
Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida.
Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a
luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por
ella ».138
Al contemplar la maternidad
de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo
con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia
maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender
la experiencia de María como modelo
incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en el cielo: una
Mujer vestida del sol » (Ap
12, 1): la maternidad de María y
de la Iglesia
103. La relación recíproca
entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la «
gran señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el
cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de
doce estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una
imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que
la transciende, ya que es en la tierra el « germen y el comienzo » del Reino
de Dios.
139
La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María.
Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a
cabo con total perfección.
La « Mujer vestida del sol »
—pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está encinta » (12, 2). La
Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo,
Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los
hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha
sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al
que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de Dios verdadero ». María es
verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación
a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como
modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los
creyentes, madre de los « vivientes » (cf.
Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de
la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en
medio de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap
12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que
continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres,
haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la luz
de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la
vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también
María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: « Este
está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te
atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones » (Lc 2, 34-35).
En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón
dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y
con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la
cruz de Jesús » (Jn 19, 25), María
participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da,
lo engendra definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación
madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y
engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él
el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn
19, 26).
« El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para
devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz »
(Ap 12,
4): la vida amenazada por las fuerzas
del mal
104. En el Libro del
Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (12, 1) es acompañada por «
otra señal en el cielo » : se trata de « un gran Dragón rojo » (12, 3), que
simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas
las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de
la Iglesia.
También en esto María ilumina
a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del
mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de
Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen
como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf.
Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia
a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran
lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón
quiere devorar al niño recién nacido (cf.
Ap 12, 4), figura de Cristo, al
que María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Gal
4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las
diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de
cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada,
porque —como recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se
ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».140
Precisamente en la « carne » de cada hombre, Cristo continúa revelándose y
entrando en comunión con nosotros, de modo que el
rechazo de la vida del hombre, en
sus diversas formas, es realmente
rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo
exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando
incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me
recibe » (Mt 18, 5); « En verdad
os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí
me lo hicisteis » (Mt 25, 40).
« No habrá ya muerte »
(Ap 21, 4): esplendor de la
resurrección
105. La anunciación del ángel
a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: « No temas, María »
y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc
1, 30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada
por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia
benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra « un
lugar » (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la
manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en
su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las
fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: « Lucharon vida y muerte
en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta ».141
El Cordero inmolado
vive con las señales de la pasión en el esplendor
de la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia:
desata sus « sellos » (cf. Ap 5,
1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo,
el poder de la vida sobre la muerte. En la « nueva Jerusalén », es
decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, «
no habrá ya muerte, ni habrá
llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado » (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo
peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia « un
cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap
21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros « señal de
esperanza cierta y de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con
gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo,
solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi
Pontificado.
IOANNES
PAULUS PP. II
1.
En realidad, la expresion « Evangelio de la vida » no se encuentra como tal
en la Sagrada Escritura. Sin embargo, expresa bien un aspecto esencial del
mensaje biblico.
2.
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
22.
3.
Cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 (
1979), 275.
4.
Cf. Ibid, 14: l.c., 285.
5.
Const. past, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
27.
6.
Cf. Carta a todos los Obispos de la Iglesia sobre la intangibilidad de la
vida humana inocente (19 mayo 1991): Insegnamenti XIV, 1 (1991),
1293-1296.
7.
Ibid., l.c., 1294.
8.
Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 4: AAS
86 ( 1994), 871.
9.
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991),
842.
10.
N. 2259.
11.
Cf. S. Ambrosio, De Noe, 26, 94-96: CSEL 32, 480-481.
12.
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867 y 2268.
13.
De Cain et Abel, II, 10, 38: CSEL 32, 408.
14.
Cf. Congregación para la Doctrian de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre
el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación:
AAS 80 (1988), 70-102.
15.
Discurso durante la Vigilia de oración en la VIII Jornada Mundial de la
Juventud (14 agosto 1993), II, 3: AAS 86 (1994), 419.
16.
Discurso a los participantes en el Convenio de estudio sobre «El derecho a
la vida y Europa» (18 diciembre 1987): Insegnamenti X, 3 (1987),
1446-1447.
17.
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
36.
18.
Cf. ibid., 16.
19.
Cf. S. Gregorio Magno, Moralia in Job, 13, 23: CCL 143 A, 683.
20.
Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 (
1979), 274.
21.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
22.
Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
23.
« Gloria Dei vivens homo »: Contra las herejías, IV, 20, 7: SCh
100/2, 648-649.
24.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 12.
25.
Confesiones, I, 1: CCL 27, 1.
26
Exameron, VI, 75-76: CSEL 32, 260-261.
27. «
Vita autem hominis visio Dei »: Contra las herejías, IV, 20, 7.
SCh 100/2, 648-649.
28.
Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 38; AAS (
1991), 840-841.
29.
Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 34: AAS
80 ( 1988), 560.
30.
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
50.
31.
Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 9: AAS
86 ( 1994), 878; cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto
1950): AAS 42 (1950), 574.
32.
« Animas enim a Deo immediate creari catholica fides nos retinere iubet »:
Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (
1950), 575.
33.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50; cf. Exhort, ap, Familiaris consortio (22
noviembre 1981 ), 28: AAS 74 (1982), 114.
34.
Homilías, II, 1; CCSG 3, 39.
35.
Véanse, por ejemplo, los Salmos 22/21, 10-11; 71/70, 6; 139/138, 13-14.
36.
Expositio Evangelii secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.
37.
S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 7, 2; Patres
Apostolici, ed. F.X. Funk, II, 82.
38.
La creación del hombre, 4: PG 44, 136.
39.
Cf. S. Juan Damasceno, La fe recta, 2, 12: PG 94, 920.922,
citado en S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, Prol.
40.
Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60
( 1968), 489.
41.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el
respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación (22
febrero 1987), Introd., 5: AAS 80 (1988), 76-77; cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2258.
42.
Didaché, I, 1; II, 1-2; V, 1 y 3: Patres Apostolici, ed. F.X.
Funk, I, 2-3, 6-9, 14-17; cf. Carta del Pseudo-Bernabé, XIX, 5:
l.c., 90-93.
43.
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2263-2269; cf, Catecismo del
Concilio de Trento III, 327-332.
44.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2265.
45.
Cf. S. 'I'omás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6-1, a. 7; S.
Alfonso de Ligorio, Theologia moralis, I. III, tr. 4, C. 1 dub. 3.
46.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2266.
47.
Cf. Ibid.
48.
N. 2267.
49.
Conc, Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
12.
50.
Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 27.
51.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 25.
52.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la
eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72 ( 1980), 546.
53.
Carta enc, Veritatis splendor (6 agosto 1993), 96: AAS 85 (
1993 ), 1209.
54.
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
51: « Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ».
55.
Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988),14: AAS 80
(1988), 1686.
56.
N. 21: AAS 86 (1994), 920.
57.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto
procurado (18 noviembre 1974), 12-13: AAS 66 (1974), 738.
58.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el
respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación (22
febrero 1987), I, 1: AAS 80 (1988), 78-79.
59.
Ibid., l.c., 79.
60.
Así el profeta Jeremías: « Me fue dirigida la palabra del Señor en estos
términos: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y
antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te
constituí" » (1, 4-5). El Salmista, por su parte, se dirige de este modo al
Señor: « En ti tengo mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las
entrañas de mi madre » (Sal 71/70, 6; cf. Is 46, 3; Jb
10, 8-12; Sal 22/21, 10-11). También el evangelista Lucas -en el
magnífico episodio del encuentro de las dos madres, Isabel y María, y de los
hijos, Juan el Bautista y Jesús, ocultos todavía en el seno materno (cf. 1,
39-45)- señala cómo el niño advierte la venida del Niño y exulta de alegría.
61.
cf. Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974). AAS
66 (1974), 740-747.
62.
« No matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién
nacido »: V, 2, Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 17.
63.
Legación en favor de los cristianos, 35: PG 6, 969.
64.
Apologeticum, IX, 8; CSEL 69, 24.
65.
Cf. Carta enc. Casti connubii (31 diciembre 1930), II: AAS 22
(1930), 562-592.
66.
Discurso a la Unión médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre 1944):
Discorsi e radiomessaggi, VI, (1944-1945),191; cf, Discurso a la Unión
Católica Italiana de Comadronas (29 octubre 1951), 2: AAS 43 (1951),
838.
67.
Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 ( 1961
), 447.
68.
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
51.
69.
Cf. Can. 2350, § 1.
70.
Código de Derecho Canónico, can. 1398; cf. Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 1450 ~ 2.
71.
Cf. Ibid., can.1329; Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, can. 1417.
72.
Cf. Discurso al Congreso de la Asociación de Juristas Católicos Italianos (9
diciembre 1972): AAS 64 (1972), 777; Carta enc. Humanae vitae
(25 julio 1968), 14: AAS 60 ( 1968), 490.
73.
Cf. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
25.
74.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el
respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación (22
febrero 1987), I, 3: AAS 80 (1988), 80.
75.
Cf. Carta de los derechos de la familia (22 octubre 1983), art. 4b,
Tipografía Políglota Vaticana, 1983,
76.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la
eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
77.
Ibid., IV, l.c., 551.
78.
Cf. Ibid.
79.
Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957), III; AAS
49 (1957), 147; Cf.. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura
et bona, sobre la eutanasia, III: AAS 72 (1980), 547-548.
80.
Pío XII, Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957),
III: AAS 49 (1957), 145.
81.
Cf. Pío XII, Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957):
AAS 49 (1957), 129-147; Congregación del San Oficio, Decretum de
directa insontium occisione (2 diciembre 1940): AAS 32 ( 1940),
553-554; Pablo VI, Mensaje a la televisión francesa: « Toda vida es sagrada
» (27 enero 1971): Insegnamenti IX 1971 ), 57-58; Discurso al
International College of Surgeons (1 junio 1972): AAS 64 (1972),
432-436; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 27.
82.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 25.
83.
Cf. S. Agustín, De Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6, a. 5.
84.
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre
la eutanasia (5 mayo 1980), I: AAS 72 (1980), 545; Catecismo de la
Iglesia Católica, 2281-2283.
85.
Epistula 204, 5: CSEL 57, 320.
86.
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
18.
87.
Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), 14-24: AAS
76 ( 1984 ), 214-234.
88.
Cf, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83
(1991), 850; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1944): AAS
37 (1945), 10-20.
89.
Cf. Carta enc, Veritatis splendor (6 agosto 1993), 97 y 99: AAS
85 ( 1993 ), 1209-1211.
90.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el
respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación (22
febrero 1987), III; AAS 80 (1988), 98.
91.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 7.
92.
Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 7.
94
Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963 ), II: AAS 55 ( 1963
), 273-274; la cita interna está tomada del Radiomensaje de Pentecostés 1941
(1 junio 1941 ) de Pío XII: AAS 33 ( 1941 ), 200. Sobre este tema la
Encíclica hace referencia en nota a: Pío XI, Carta enc. Mit brennender
Sorge (14 marzo 1937): AAS 29 (1937), 159; Carta enc. Divini
Redemptoris (19 marzo 1937), III: AAS 29 (1937), 79; Pío XII,
Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS 35 (1943), 9-24.
95.
Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), l.c., 271.
96.
Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97.
Ibid., I-II, q. 95, a. 2. El Aquinate cita a S.. Agustín: «Non
videtur esse lex, quae insta non fuerit», De libero arbitrio, I, 5,
11: PL 32, 1227.
98.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto
procurado (18 noviembre 1974), 22: AAS 66 (1974), 744.
99.
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1753-1755; Carta enc.
Veritatis splendor (6 agosto 1993), 81-82; AAS 85 (1993),
1198-1199.
100.
In Iohannis Evangelium Tractatus, 41,10: CCL 36, 363; cf.
Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 13: AAS 85
(1993), 1144.
101.
Exhort, ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975),14: AAS 68
(1976), 13,
102.
Cf. Misal romano, Oración del celebrante antes de la comunión.
103.
Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens, qui fuerat
annuntiatus », Contra las herejías, IV, 34, 1: SCh 100/2,
846-847.
104.
Cf. S. Tomás de Aquino « Peccator inveterascit, recedens a novitate Christi
», In Psalmos Davidis lectura, 6, 5.
105.
Sobre las bienaventuranzas, Sermón VII: PG 44, 1280.
106.
Cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 116: AAS 85
( 1993 ), 1224.
107.
Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83 (
1991 ), 840.
108.
Cf. Mensaje con ocasión de la Navidad de 1967: AAS 60 ( 1968), 40.
109.
Pseudo-Dionisio Areopagita, Sobre los nombres divinos, 6, 1-3: PG
3, 856-857.
110.
Pablo VI, Pensamiento sobre la muerte, Instituto Pablo VI, Brescia
1988, 24.
111.
Homilía para la beatificación de Isidoro Bakanja, Elisabetta Canori Mora y
Gianna Beretta Molla (24 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 29 abril 1994, 2.
112.
Ibid.
113.
Homilías sobre Mateo, L, 3: PG 58, 508.
114.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2372.
115.
Discurso a la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo
Domingo (12 octubre 1992), 15: AAS 85 (1993), 819.
116.
Cf. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, l2; Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 90.
117.
Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 17: AAS
74 (1982), 100.
118.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 50.
119.
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991),
842.
120.
Discurso a los participantes en el VII Simposio de Obispos europeos sobre el
tema «Las actitudes contemporáneas ante el nacimiento y la muerte: un
desafío para la evangelización» (17 octubre 1989), 5: Insegnamenti
XII, 2 (1989), 945. La tradición bíblica presenta a los hijos precisamente
como un don de Dios (cf. Sal 127/126, 3); y como un signo de su
bendición al hombre que camina por los caminos del Señor (cf. Sal
128/127, 3-4).
121.
Cart enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS
80 (1988), 565-566.
122.
Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 86: AAS
74 (1982), 188.
123.
Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 18:
AAS 68 (1976), 17.
124.
Cf. Ibid., 20, l.c., 18.
125.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 24.
126.
Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 17: AAS
83 (1991), 814; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993),
95-101: AAS 85 (1993), 1208-1213.
127.
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991),
822.
128.
Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 37: AAS
74 (1982), 128.
129.
Carta con que se instituye la Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992), 2:
Insegnamenti XV, 1 (1992), 1440.
130.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio
(26 marzo 1967), 15: AAS 59 (1967), 265.
131.
Cf. Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 13:
AAS 86 (1994), 892.
132.
Motu proprio Vitae mysterium (11 febrero 1994), 4: AAS 86
(1994), 386-387.
133.
Mensajes del Concilio a la humanidad (8 diciembre 1965): A las
mujeres.
134.
Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 18: AAS 80
(1988), 1696.
135.
Cf. Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 5: AAS
86 (1994), 872
136.
Discurso a los participantes en la reunión de estudio sobre el tema «El
derecho a la vida y Europa» (18 diciembre 1987): Insegnamenti X, 3
(1987), 1446.
137.
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 (1976),
711-712.
138.
Bto. Guerrico D'Igny, In Assumptione B. Mariae, sermo I, 2: PL,
185, 188.
139.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.
140.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
141.
Misal romano, Secuencia del domingo de Pascua de Resurrección.
142.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
68.