Gn 22:1-2, 9a, 10-13, 15-18
Rom 8:31b-34
Mk 9:2-10
ver un video con consejos para la homilía: https://www.youtube.com/watch?v=jlP9cZaJ-jA
Ya era un milagro que Abraham y Sarah tuvieran un hijo, Isaac. Su nombre significa “risas”, porque cuando Dios les prometió que iban a tener un hijo, Abraham, que tenía 99 años de edad y Sarah, 90, rieron a carcajadas. Y aún así sucedió. A Abraham lo llamaban “Abram” (“padre glorificado”), pero Dios cambió su nombre a “Abraham” (“padre de muchos”). Por lo tanto, Isaac fue el comienzo de la realización de esta maravillosa promesa de que Abraham tendría tantos descendientes como la infinidad de estrellas del cielo.
Qué prueba más difícil cuando Dios le dijo que iba a tomar ese hijo único para sí mismo. ¿Cómo se haría realidad la promesa de Dios? ¿Y por qué lo haría, teniendo en cuenta su promesa? Aun así, a pesar de las preguntas sin respuestas, Abraham confió y obedeció. Él es, verdaderamente, nuestro “padre en la fe”.
Dios le puso a Abraham esta prueba como un anuncio de Cristo. El Padre eterno daría su propio Hijo para la vida del mundo. Pero, nuevamente, ¿cómo podría hacer una cosa así? La pregunta sobre Isaac recién resuena, siglos más tarde, en el Calvario. Si el Padre ama a su Hijo, ¿cómo podría sacrificarlo en la madera de la cruz?
La respuesta, como la expresó Tomás de Aquino, reside en el hecho de que Dios llenó a su Hijo con tanto amor, que este pudo sacrificarse por nosotros. No hay enemistad alguna entre el Padre y el Hijo. Solo hay amor, un amor que impulsa al Hijo a entregarse por los demás. Cristo dijo acerca de su propia vida: “Tengo autoridad para darla, y tengo autoridad para tomarla de nuevo”. Hablaba del poder del amor.
Ese es el poder que está en el centro de la Cultura de la vida. Es un amor por el cual nos sacrificamos por los demás. Es un amor que, como el amor que Dios le demostró a Abraham, destaca la vida por sobre la muerte. Es un amor que ve y comprende que, en cada circunstancia, Dios está con nosotros (2da lectura) y que nadie puede estar contra nosotros, es decir, nadie puede prevalecer y hacernos el máximo daño. Siempre tenemos el poder de hacer lo que está bien, de evitar la injusticia y de recibir la vida. La Cuaresma es la oportunidad de ejercitar la fe, la confianza, el amor que necesitamos para hacer precisamente eso. Y aun así no hay un mero ejercicio de la voluntad. Es la respuesta al regalo de Dios en Cristo Jesús, el Hijo único muy amado a quien escuchamos y el único a quien debemos obedecer.