Hechos 2:14a, 36-41
1 Pedro 2:20b-25
Juan 10:1-10
Jesús es revelado como el Buen Pastor, que cumple el Salmo 23 en todas sus promesas, precisamente a través del Misterio Pascual. El Pastor guía a la oveja hacia la vida, y así es como Cristo define su ministerio. “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”.
Para poder tenerla en abundancia, o sea, llegar a la resurrección de los muertos y al lugar en el trono de Dios, primero debemos “tenerla”. La vida natural es la condición previa necesaria para la vida sobrenatural, y por lo tanto, la defensa de la vida natural es necesariamente un aspecto de la proclamación del regalo de vida sobrenatural y la misión de la Iglesia para guiar a las personas hacia ella.
En una cultura de muerte, la predicación de Pedro sobre el arrepentimiento que encontramos en la primera lectura de hoy, tiene un significado particular en cuanto a rechazar el aborto y la eutanasia, individual y colectivamente, así como a la mentalidad que está detrás de ello. Estos demonios no son simplemente la destrucción de la vida sino la negación directa y enclaustrada legalmente de su valor intrínseco.
La promoción y la educación de las vocaciones en nuestros tiempos encuentran una fuente fructífera en el movimiento que defiende el derecho a la vida, y deberían estar explícitamente ligados a la necesidad de aquellos que proclamen ese mensaje.
El comienzo de la encíclica “El Evangelio de la Vida” se refiere al pasaje del Evangelio de hoy y brinda la siguiente perspectiva, que puede informar nuestra prédica actual:
“Cuando presenta el corazón de su misión redentora, Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10:10). En verdad, se está refiriendo a esa vida “nueva” y “eterna” que consiste en la comunión con el Padre, hacia quien cada persona está llamada a través del Hijo y por medio del Espíritu Santificador...
“El hombre está llamado a una plenitud de vida que supera por mucho a las dimensiones de su existencia terrenal, porque consiste en compartir la mismísima vida de Dios. La altura de esta vocación sobrenatural revela la grandeza y el valor incalculable de la vida humana aún en su fase temporaria. La vida con el tiempo es, de hecho, la condición fundamental, la etapa inicial y una parte integral de todo el proceso unificado de la existencia humana. Es un proceso que, inesperada e inmerecidamente, está iluminado por la promesa y renovado por el regalo de la vida divina, que alcanzará su realización total en la eternidad (cf. 1 Jn 3:1-2). Al mismo tiempo, es precisamente el llamado sobrenatural que resalta el carácter relativo de la vida terrenal de cada individuo. Después de todo, la vida en la tierra no es una “última” sino una “penúltima” realidad; e incluso, permanece como una realidad sagrada encomendada a nosotros, para que sea preservada con un sentido de responsabilidad y sea llevada a la perfección en amor y en nuestro regalo a Dios y a nuestros hermanos y hermanas.
“La Iglesia sabe que este Evangelio de Vida, que ha recibido de su Señor, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona –sea creyente o no creyente– porque cumple maravillosamente todas las expectativas de los corazones mientras que los rebasa de manera infinita.
Aún en el medio de las dificultades e incertidumbres, cada persona abierta de manera sincera a la verdad y a la bondad puede, mediante la luz de la razón y la acción oculta de la gracia, llegar a reconocer en la ley natural escrita en el corazón (cf. ROm 2:14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su fin, y puede afirmar el derecho de cada ser humano de que le sea respetado este bien principal hasta el máximo. Sobre el reconocimiento de este derecho se basan todas las comunidades humanas y hasta las políticas.
“De una manera especial, los creyentes en Cristo deben defender y promover este derecho, conscientes de la verdad maravillosa evocada en el Concilio Vaticano Segundo: “Por su encarnación, el Hijo de Dios se ha unido de alguna forma a cada ser humano”. Este evento salvífico revela a la humanidad no sólo el amor ilimitado de Dios que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3:16) sino también el valor incomparable de cada persona humana.
“La Iglesia, que contempla fielmente el misterio de la redención, reconoce este valor con cada nuevo milagro. Se siente llamada a proclamar a todas las personas de todos los tiempos este “Evangelio”, la fuente de esperanza invencible y de gozo verdadero para cada período de la historia. El Evangelio del amor de Dios hacia el hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
“Por esta razón, el hombre –el hombre vivo– representa el camino principal y fundamental para la Iglesia” (EV 1-2).